Cotidianidad: el teatro muestra, no demuestra.

Un día como otro cualquiera, o como ninguno.

Domingo inactivo. De no hacer nada o de dejar que la vida ruede. Coexistencia conmigo misma, a secas. Sentir que los minutos y las horas ruedan despacito, que se queman lentamente sin pretender nada magnífico. No pedirle nada a la vida que no sea ser o estar, simple, sin ninguna pretensión.

Escuchar los sonidos que hace el cuerpo al aburrirse, la mente al divagar, el corazón al latir. Ser consciente del movimiento de las hojas con el viento. Pensar en el silencio y apreciarlo. Valorar el no hacer nada y saber que mañana extrañaré esta sensación de no tener prisa, de no ir a ninguna parte. Disfrutar, sólo eso, disfrutar.

Por una vez, por un día, no soy nada más que yo misma, hoy y aquí. Una adorable ausencia de exigencias. Es agradable cerrar los ojos o mantenerlos abiertos en el vacío. Ni siquiera pensar en si la felicidad existe o es un invento de la mente. No hay cuestionamientos, no hay preguntas ni tampoco respuestas, incluso esta falta absoluta de esperanzas resulta agradable.

Hasta parece que lo teatral se ha detenido o quizás tiene más sentido que nunca. ¿Qué le pido al teatro o qué pretendo obtener de él? En realidad, nada. Pienso que el teatro muestra, no demuestra. Porque no tiene verdades excluyentes. Porque en él todo cabe. Todo lo humano pero también lo inhumano.

Lo teatral nos presenta, dos veces. Nos representa. Y sólo eso, sin pretender tampoco nada magnífico. El significado se lo dará cada uno, si es que quiere. Y si no, resultará solo eso: vernos. Ver nos. A nosotros mismos. Sólo ver. Solo nosotros. Exponiéndonos tal cual somos como especie. Transparentándonos en nuestra cotidianidad.